Hoy recordaba esta imagen. Creo que la foto es del día siguiente, pero representa la misma imagen que recuerdo.
Daniel llevaba un día en este mundo. Tras varias noches sin dormir o mal durmiendo, sin pisar la calle de día (al hospital fuimos de madrugada), y tras el torrente de visitas, me marcho a casa a darme una ducha y empezar con el papeleo.
Me cuesta separarme en ese momento. Con lo que ha costado, ahora no quiero estar en otro lugar. Pero por la mañana no hay visitas. Nunca tuve claro si yo contaba como «visita». De todas formas, una ducha no vendrá mal.
Cuando salgo a la calle el sol me ciega. Es Enero, pero hace un día espléndido. Me paro un segundo y contemplo el momento.
Aunque Daniel ya lleva casi un día con nosotros, creo que es en este momento cuando por fin salgo de la nube de emociones que han sido los últimos días y empiezo a procesar la nueva realidad.
Está todo bien
Está todo bien. El niño está bien. La madre está bien. No ha habido cesárea. Todo parece correcto. Atrás queda el pánico y la incertidumbre ante la larga espera. Lo que queda por delante no es poco, pero se cierra un capítulo.
Soy padre. Casi nada. Ahora empieza a calar la realidad. Le sonrió al sol. Hoy es el principio de algo grande.
Cruzo a la parada del tranvía y me reincorporo al mundo. Estudiantes que van a clase, gente que va al trabajo o dondequiera que vayan. Cada uno a lo suyo, la grandeza del momento resulta invisible a los demás. Veo a una madre con su bebé y sonrío, creo que es un reflejo nuevo.
Sigo hasta casa maravillado con la gran paradoja de cómo algo tan especial es, a su vez, tan cotidiano. Extraordinario pero ordinario al mismo tiempo.
Para todos los demás el día parecía uno cualquiera. Para mí, todo era diferente.